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Los bromistas

 

José B. Adolph

 

 

¡Cuántas veces habíamos previsto una escena como ésta! No solamente en los últimos años, cuando nuestros alados tentáculos comenzaron a reptar entre las estrellas, más allá de nuestro propio sistema planetario, sino en los dos últimos siglos. Cuando el hombre posó el pie en la luna, y antes, mucho antes, sus más vertiginosos sueños le habían preparado para el primer encuentro con inteligencias diferentes a la suya. Estábamos preparados, y no lo estábamos.

Hoy, finalmente, los hallamos. No tenían nombre, ni planeta, ni futuro. No eran nadie, ni nuestros maestros ni nuestras criaturas. Eran el pensamiento puro, dueño del universo, capaz de flotar entre las galaxias, posando un pie espiritual aquí y allá, desde el nacimiento de los tiempos.

Aquí y allá, jugueteando quizás entre nuestras naves espaciales, introduciéndose en ellas, descendiendo a algún planeta para convertirse brevemente, en un invisible mesías o en un bromista demonio. ¿Quién sabe lo que harán, y por qué?

Los hallamos, no en un planeta, sino cuando nos hicieron la broma aquella. Y quizás eso sea lo mejor de todo: lo único que sabemos de ellos es que poseen sentido del humor.

Nuestros detectores, capaces de registrar el más mínimo meteoro, nos habían revelado un objeto extraño al que íbamos acercándonos con lentitud: eso significaba que el objeto volaba, en igual dirección que nosotros y un poco más lentamente, a nuestra proa. Su tamaño era, en realidad ínfimo; no más de seis o siete centímetros de largo, y algo más de uno de ancho. Una especie de serpiente chata, de metal, a la cual nos íbamos acercando.

Jamás una nave humana había recorrido estos lugares. No podía ser, tampoco, un objeto natural, porque nuestros finísimos detectores registraban un sonido perfectamente regular que la serpiente emitía.

Cuando lo alcanzamos, y una de las garras mecánicas de nuestra nave nos lo trajo al interior, nos miramos como perfectos idiotas, y, tras unos instantes, nos echamos a reír incontrolablemente.

¿Qué otra cosa podíamos hacer?

¿Qué haría usted, si, en esas circunstancias, encontrara un reloj pulsera haciendo tictac con toda normalidad a diez millones de kilómetros de su casa?

Los hay solemnes, que pensaron en un simbólico mensaje: «el tiempo no existe» o algo por ese metafísico estilo. Los hay religiosos: «Dios nos dice que somos mortales». Los hay científicos: «Hay que analizar el reloj en el laboratorio». Los hay poetas: «Se nos revela el infinito».

Yo pertenezco a la grey de los humoristas, y me digo: «Alguien se está riendo de mí, y conmigo, y para mí. Alguien me ama en este gigantesco, helado y multicolor 

multicolor universo. Y me ama lo suficiente como para reír, tomarme el pelo, pellizcarme y hacerme despertar de mis delirios de grandeza y solemnidad».

Y yo, naturalmente, soy el que tiene razón. Son ellos. Nos están probando, evidentemente, porque ni los solemnes, ni los religiosos, ni los científicos, ni los trágicos poetas entrarán en su reino. Pero entrarán los humoristas, la única gente realmente seria del universo.

Conversé con ellos, por supuesto, mientras el laboratorio desmenuzaba un reloj —Made in Switzerland, 17 rubíes— y los demás cavilaban, angustiados ante lo desconocido. Me relataron algunas cosas: me hablaron de su bella eternidad, de su sentido de totalidad, de su permanente batalla con la nada, encarnada, para ellos, en la materia. Algunos de ellos, pobres fanáticos, creen que la materia no existe.

Al sentirlos tan perfectos, me entraron dudas. Nuestra miserable historia humana está tan llena de paraísos falsos y de ilusiones agujereadas, que no me pareció insolente preguntarles por sus defectos.

Se rieron mucho ante mi pregunta, con esa risa de campanitas de plata que les caracteriza. Y me llevaron consigo, para mostrarme su manicomio. Es difícil describir estas cosas. Comenzando porque no me «llevaron», en realidad, si por llevar se entiende un desplazamiento en el espacio y el tiempo. Simplemente estuve allí, con ellos, durante varias horas, y súbitamente estaba de vuelta, y no había transcurrido una décima de segundo. H. G. Wells, Ray Bradbury, Isaac Asimov o cualquiera de ellos lo habría explicado mucho mejor que yo, pero por otro lado es preciso recordar que no soy un clásico de la literatura sino un sencillo sociólogo espacial sin mayores dotes literarias.

El manicomio —como lo llamaron ellos, o lo llamé yo, no recuerdo— era un simple vértice de chillones colores, amalgamados, entrelazados y en perpetuo y frenético movimiento. Una especie de aurora boreal cruzada con un pulpo. Poco a poco pude distinguir individuos: evidentemente la locura que sufrían terminaba por hacerlos visibles; por convertirlos en energía y, por lo tanto, en la odiosa materia.

Me señalaron a uno de ellos, una especie de horrendo barril alargado de color verdoso pálido. «Este», me dieron a entender con sus vocecitas plateadas, «es un monstruo que creó seres vivos, inteligentes...»

«¿Y en qué consiste su locura?», pregunté.

«Los creó de materia», me, dijeron. «Es, pues, aquel que ustedes llaman Dios.»

Hasta ahora me estoy riendo.

 

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José B. Adolph: Cuentos Completos: Una recopilación de los cuentos de JBA / Tomo 1 (Cuentos Completos de José B Adolph) 

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